miércoles, 3 de junio de 2020

Philip Roth - El mal de Portnoy


"Pues a ver dónde está mi sano juicio la tarde en que regreso a casa del colegio y resulta que mi madre ha salido, y en el frigorífico hay un buen pedazo de hígado crudo y violáceo. Si no me equivoco, ya he confesado lo de la pieza de hígado que compré en una carnicería y que me follé detrás de un cartel publicitario, de camino a una clase preparatoria del bar mitzvah. Bueno, pues quiero descargar mi pecho, Santidad. Ésa - eso - no fue mi primera pieza. A la primera me la tiré en lo más privado de mi casa, enrollada en torno a la polla, en el cuarto de baño, a las tres y media de la tarde; y luego volví a poseerla, en la punta del tenedor, a las cinco y media de la tarde, con los restantes miembros de mi pobre e inocente familia.
Así que... Ya está usted al corriente de lo peor que he hecho nunca. Follarme la cena de mi mismísima familia"

sábado, 15 de febrero de 2014

Julian Barnes - The Sense of an Ending




“This was another of our fears: that Life wouldn't turn out to be like Literature. Look at our parents--were they the stuff of Literature? At best, they might aspire to the condition of onlookers and bystanders, part of a social backdrop against which real, true, important things could happen. Like what? The things Literature was about: Love, sex, morality, friendship, happiness, suffering, betrayal, adultery, good and evil, heroes and villains, guilt and innocence, ambition, power, justice, revolution, war, fathers and sons, mothers and daughters, the individual against society, success and failure, murder, suicide, death, God.”

John Banville - Eclipse




Es este descuido, esta falta de la atención propia del ser humano, lo que encuentro fascinante. Al observar a alguien que ignora que es observado, uno vislumbra un estado del ser que está más allá, o detrás, de lo que consideramos humano; contempla, aunque sin poder comprenderlo, al mismísimo yo sin máscara. Las personas a las que seguía por la calle nunca eran tipos raros, cojos o enanos, los amputados, los olvidados que renqueaban o bizqueaban o tenían manchas de nacimiento o si elegía a alguno de esos desdichados, no era su desgracia lo que me atraía, sino lo que había en ellos de absolutamente vulgar y monótono. En mi tabla de tipos humanos, la belleza no es el valor supremo ni la fealdad la descalifica. De hecho, la belleza y la fealdad no son categorías que sirvan en este caso: mi mirada de búsqueda no hace valoraciones estéticas. Soy un especialista, y obro con el desapasionamiento del especialista, como un cirujano, digamos, ante cuyo ojo clínico los pechos incipientes de una joven o los senos caídos de una anciana son objetos del mismo interés, de la misma indiferencia. Tampoco me interesaban los ciegos, como podría esperarse de alguien tan tímido como yo, tan receloso de que lo descubran y le planten cara. A pesar de su mirada vacía o en el suelo, el ciego siempre va más atento que el que ve –podríamos decir que es más vigilante-, incapaz de relajar, ni siquiera un instante, su conciencia de ser mientras se abre paso por entre ese mundo amenazante, lleno de ángulos

John Banville - El mar





Desde el principio quise ser otra persona. El mandato nosce te ipsum poseyó un regusto a ceniza en mi lengua desde la primera vez que un profesor me obligó a repetirlo después de él. Yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que conocía. De nuevo, debo puntualizar. No es que lo que yo era me desagradara, me refiero al yo singular y esencial –aunque admito que incluso la idea de un ser esencial y singular es problemática-, sino ese amasijo de defectos, inclinaciones, ideas recibidas, tics de clase que  mi nacimiento y mi educación me habían otorgado como remedo de personalidad. 

Enrique Vila-Matas - Historia abreviada de la literatura portátil








Finalmente, en la luz clara de un cuarto sevillano, está consultando las últimas páginas de un volumen que mantiene abierto sobre la mesa con la mano izquierda, y es como si mirara al borde inferior izquierdo de la fotografía; se le ve, sorprendentemente, mucho más joven que tres años antes y da la impresión de que ha alcanzado ya su meta de llegar a ser un competente lector de planos de calles imaginarias por las que puede irse felizmente a la deriva; es como si su mirada vagara ya errante por las últimas páginas de ese volumen, donde podría haber encontrado el mapa de su vida: un laberinto en el que cada relación con un conjunto shandy figuraría como una entrada en la maraña de la ciudad invisible de los portátiles: un espacio donde perderse requeriría práctica, pues el arte del vagabundeo por las calles de la imaginación revela la verdadera naturaleza de la historia de la ciudad moderna y nos conduce las puertas de ese edificio singular, donde vive el último shandy.

sábado, 18 de enero de 2014

John Banville - Imposturas


Pienso en un actor del mundo antiguo. Es un veterano de la tragedia griega, uno de los que llevan la lanza, uno dde los más viejos. La multitud le conoce pero no recuerda su nombre. Nunca ha interpretado a Edipo, pero una vez fue Creonte. Tiene su máscara, la ha tenido durante años; es su talismán. La arcilla blanca con la que fue creada posee ahora el matiz y la textura del hueso. El áspero forro de fieltro se ha ablandado con los años a causa del sudor y el roce, de modo que encaja a la perfección en los contornos de su cara. Al quitársela al final de una representación se pregunta si los demás actores pueden verle, o si no es más que una cabeza sin facciones, como la vieja estatua de Sileno que hay en el mercado, cuyos rasgos han quedado completamente borrados por la erosión. Comienza a llevar la máscara cuando está en casa, a solas. Le sirve de consuelo, de apoyo; lo encuentra maravillosamente relajante, es como dormir y al mismo tiempo estar despierto. Un día se sienta a la mesa con ella. Su esposa no hace ningún comentario, sus hijos se lo quedan mirando un momento, a continuación se encogen de hombros y regresan a su riña habitual. El actor ha alcanzado su apoteosis. Hombre y máscara son uno.

J. G. Ballard - Crash


Traté de recobrar el aliento; Catherine me observaba. Le tomé la mano izquierda y la apreté contra mi esternón. Para la mente sofisticada de Catherine yo estaba transformándome en una especie de casete emocional, ocupando un sitio entre todas esas escenas de dolor y violencia que ilustraban los márgenes de nuestras vidas: noticiarios de televisión que mostraban guerras y manifestaciones estudiantiles, catástrofes naturales y brutalidades policiales que mirábamos distraídamente en el aparato en color de nuestro dormitorio, mientras nos masturbábamos el uno al otro. Esta violencia experimentada a través de interposiciones de imágenes se había convertido en parte íntima de nuestra vida sexual.