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sábado, 15 de febrero de 2014

John Banville - Eclipse




Es este descuido, esta falta de la atención propia del ser humano, lo que encuentro fascinante. Al observar a alguien que ignora que es observado, uno vislumbra un estado del ser que está más allá, o detrás, de lo que consideramos humano; contempla, aunque sin poder comprenderlo, al mismísimo yo sin máscara. Las personas a las que seguía por la calle nunca eran tipos raros, cojos o enanos, los amputados, los olvidados que renqueaban o bizqueaban o tenían manchas de nacimiento o si elegía a alguno de esos desdichados, no era su desgracia lo que me atraía, sino lo que había en ellos de absolutamente vulgar y monótono. En mi tabla de tipos humanos, la belleza no es el valor supremo ni la fealdad la descalifica. De hecho, la belleza y la fealdad no son categorías que sirvan en este caso: mi mirada de búsqueda no hace valoraciones estéticas. Soy un especialista, y obro con el desapasionamiento del especialista, como un cirujano, digamos, ante cuyo ojo clínico los pechos incipientes de una joven o los senos caídos de una anciana son objetos del mismo interés, de la misma indiferencia. Tampoco me interesaban los ciegos, como podría esperarse de alguien tan tímido como yo, tan receloso de que lo descubran y le planten cara. A pesar de su mirada vacía o en el suelo, el ciego siempre va más atento que el que ve –podríamos decir que es más vigilante-, incapaz de relajar, ni siquiera un instante, su conciencia de ser mientras se abre paso por entre ese mundo amenazante, lleno de ángulos

John Banville - El mar





Desde el principio quise ser otra persona. El mandato nosce te ipsum poseyó un regusto a ceniza en mi lengua desde la primera vez que un profesor me obligó a repetirlo después de él. Yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que conocía. De nuevo, debo puntualizar. No es que lo que yo era me desagradara, me refiero al yo singular y esencial –aunque admito que incluso la idea de un ser esencial y singular es problemática-, sino ese amasijo de defectos, inclinaciones, ideas recibidas, tics de clase que  mi nacimiento y mi educación me habían otorgado como remedo de personalidad. 

sábado, 18 de enero de 2014

John Banville - Imposturas


Pienso en un actor del mundo antiguo. Es un veterano de la tragedia griega, uno de los que llevan la lanza, uno dde los más viejos. La multitud le conoce pero no recuerda su nombre. Nunca ha interpretado a Edipo, pero una vez fue Creonte. Tiene su máscara, la ha tenido durante años; es su talismán. La arcilla blanca con la que fue creada posee ahora el matiz y la textura del hueso. El áspero forro de fieltro se ha ablandado con los años a causa del sudor y el roce, de modo que encaja a la perfección en los contornos de su cara. Al quitársela al final de una representación se pregunta si los demás actores pueden verle, o si no es más que una cabeza sin facciones, como la vieja estatua de Sileno que hay en el mercado, cuyos rasgos han quedado completamente borrados por la erosión. Comienza a llevar la máscara cuando está en casa, a solas. Le sirve de consuelo, de apoyo; lo encuentra maravillosamente relajante, es como dormir y al mismo tiempo estar despierto. Un día se sienta a la mesa con ella. Su esposa no hace ningún comentario, sus hijos se lo quedan mirando un momento, a continuación se encogen de hombros y regresan a su riña habitual. El actor ha alcanzado su apoteosis. Hombre y máscara son uno.